Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 1-5

Un sábado, Jesús iba atravesando unos sembrados y sus discípulos arrancaban espigas al pasar, las restregaban entre las manos y se comían los granos. Entonces unos fariseos les dijeron: “¿Por qué hacen lo que está prohibido hacer en sábado?”

Jesús les respondió: “¿Acaso no han leído lo que hizo David una vez que tenían hambre él y sus hombres? Entró en el templo y tomando los panes sagrados, que sólo los sacerdotes podían comer, comió de ellos y les dio también a sus hombres”.

Y añadió: “El Hijo del hombre también es dueño del sábado”.

🕊️ Mi reflexión

Hoy el Evangelio nos presenta una escena aparentemente sencilla: Jesús y sus discípulos atraviesan un campo en sábado, arrancan unas espigas para calmar el hambre, y los fariseos los critican porque, según la ley, “trabajar” en sábado estaba prohibido. Pero la respuesta de Jesús rompe los esquemas: “El Hijo del hombre también es dueño del sábado”.

Aquí no se trata solo de si se puede o no arrancar espigas un sábado. Lo que está en juego es mucho más profundo: ¿Qué lugar ocupa la ley en mi vida y qué lugar ocupa Jesús?

Los fariseos representan esa actitud rígida, fría, legalista, que se aferra a las normas por encima de las personas. Veían a los discípulos como transgresores, cuando en realidad tenían hambre. Jesús, en cambio, no se queda en la letra, sino que va al espíritu de la ley: la ley de Dios siempre está al servicio del hombre, nunca contra él.

Jesús recuerda a David que, en un momento de necesidad, comió los panes sagrados reservados a los sacerdotes. ¿Por qué? Porque la vida y la dignidad del ser humano están por encima de los ritualismos. Dios no es un guardián implacable que castiga al hambriento, sino un Padre que comprende la necesidad de sus hijos.

Este evangelio me cuestiona profundamente:

¿Cuántas veces me vuelvo como los fariseos, juzgando a otros porque no cumplen lo que yo creo que es correcto? ¿Cuántas veces me aferro a tradiciones, normas o costumbres y me olvido del amor concreto hacia quien sufre? ¿Me atrevo a dejar que Jesús sea verdaderamente el Señor de mi tiempo, de mis domingos, de mi descanso y también de mi trabajo, de mis alegrías y de mis problemas?

El sábado, para los judíos, era el día sagrado, el tiempo del descanso de Dios. Jesús, al decir que es Señor del sábado, afirma con fuerza que Él es más grande que cualquier precepto, que toda norma encuentra su plenitud en Él. Por tanto, mi vida cristiana no puede reducirse a “cumplir” rituales, sino a vivir en comunión con Cristo.

El riesgo que señala este pasaje sigue muy vivo hoy. Podemos ir a misa, rezar, hacer obras, pero caer en la tentación de vivir una fe de apariencias, donde lo importante es cumplir y no amar. La fe auténtica no se mide en normas cumplidas, sino en cuánto se ama, en cuánto se sirve, en cuánto se reconoce la necesidad del hermano.

El evangelio me invita a revisar mi corazón:

¿Estoy más preocupado por “hacer las cosas bien” que por estar con Jesús? ¿Uso la fe como un motivo para criticar a otros, en lugar de acompañarlos en su camino? ¿Dejo que Cristo sea verdaderamente Señor de mis decisiones, incluso cuando me incomoda o rompe mis esquemas?

Jesús no anula la ley, sino que la lleva a su plenitud en el amor. Si la ley no conduce a la misericordia, se convierte en un peso que oprime. Pero si está unida a Cristo, entonces se convierte en un camino de vida.

Hoy entiendo que seguir a Jesús es vivir una fe libre, no libertina, sino libre en el amor. Es mirar primero la necesidad del hermano antes que la regla escrita. Es descubrir que la santidad no consiste en rigidez, sino en misericordia. Y que no hay descanso verdadero si no es en Él, porque solo Jesús es Señor del sábado y Señor de mi vida.


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