En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo:
“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo.
Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de echar los cimientos, no pueda acabarla, y todos los que lo miren comiencen a burlarse de él diciendo: “Este hombre empezó a construir y no pudo terminar”.
O ¿qué rey, si va a enfrentarse en guerra con otro rey, no se sienta primero a considerar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz.
Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.”

🕊️ Mi reflexión:
Jesús hoy nos habla con una claridad que puede incomodar, pero que al mismo tiempo libera. No hace discursos suaves para ganar seguidores; al contrario, advierte a la multitud que lo acompaña que el camino tras Él no es fácil. Ser discípulo no consiste en admirarlo desde lejos, sino en amarlo por encima de todo y cargar la cruz cada día.
Cuando dice que hay que “preferirlo” antes que al padre, la madre, los hijos o incluso la propia vida, no nos invita a romper lazos, sino a ponerlos en su lugar. Solo si Dios ocupa el centro, los demás amores pueden ser verdaderos, libres y no posesivos. Cuando Jesús es el primero, los otros no son desplazados: son purificados y elevados.
El Maestro nos ofrece dos imágenes muy prácticas: la torre que hay que construir y el rey que va a la guerra. En ambas hay un mensaje claro: antes de comenzar un camino, hay que discernir, valorar el costo, saber qué exige. El seguimiento de Cristo no es un capricho momentáneo ni una emoción pasajera; es una decisión que pide perseverancia, renuncia y coraje. ¡Cuántos proyectos humanos quedan a medias porque no se calculó bien lo que implicaban! Lo mismo sucede con la fe: muchos comienzan con entusiasmo, pero se detienen ante la primera dificultad.
Cargar la cruz no es buscar sufrimientos, sino vivir la vida —con sus pruebas y alegrías— en unión con Jesús. La cruz no es símbolo de derrota, sino de entrega y fidelidad. Llevarla con Él nos convierte en personas capaces de transformar el dolor en amor, la debilidad en fuerza, el miedo en confianza. Es precisamente en la cruz donde se aprende la mayor libertad: la de no vivir dominados por nuestras propias seguridades, sino sostenidos por la gracia.
Este Evangelio nos provoca una pregunta fundamental: ¿qué lugar ocupa Cristo en nuestra vida? Si Él no es el centro, todo acaba convirtiéndose en fragmentos desordenados. Cuando Él es el primero, las cosas encuentran armonía. Cuando Él es la medida, las decisiones, los vínculos e incluso las renuncias tienen sentido.
La llamada de Jesús es exigente, pero no es una carga opresiva: es una invitación a vivir en plenitud. No renunciamos para perder, renunciamos para ganar lo que no pasa. Cuando dejamos ir lo que nos ata, descubrimos la libertad de quien vive sostenido por el amor de Dios.
Así pues, el camino del Evangelio es radical, sí, pero también bellísimo: un camino donde todo se resignifica a la luz de Cristo. Y hoy, ante sus palabras, cada uno puede hacerse la misma pregunta: ¿estoy dispuesto a amarlo por encima de todo, a cargar mi cruz con Él y a vivir como discípulo que pone a Dios en el centro?…
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