En aquel tiempo, mirando Jesús a sus discípulos, les dijo:
“Dichosos ustedes los pobres,
porque de ustedes es el Reino de Dios.
Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre,
porque serán saciados.
Dichosos ustedes los que lloran ahora,
porque al fin reirán.
Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas.
Pero, ¡ay de ustedes, los ricos,
porque ya tienen ahora su consuelo!
¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora,
porque después tendrán hambre!
¡Ay de ustedes, los que ríen ahora,
porque llorarán de pena!
¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe,
porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”

🕊️ Mi reflexión
El Señor nos muestra dos caminos claros y opuestos. No hay término medio.
Por un lado, proclama dichosos a los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos. Por otro, advierte con un “¡ay de ustedes!” a los ricos, los saciados, los que ríen y los que reciben alabanzas. Aquí no hay diplomacia, no hay medias tintas: Jesús desnuda el corazón humano y desenmascara la falsedad de los consuelos mundanos.
Ser pobre no es simplemente carecer de bienes materiales. Ser pobre en el evangelio significa vivir desnudo de seguridades, sabiendo que sin Dios no soy nada. La pobreza que Jesús bendice es la del corazón que reconoce su dependencia total del Padre.
El pobre que confía en Dios vale infinitamente más que el rico que confía en su dinero. Porque el dinero se oxida, se pierde, se roba; pero el Reino de Dios no se lo quita nadie a quien lo busca con hambre sincera.
Jesús no glorifica la miseria ni el sufrimiento por sí mismo. Lo que proclama es que Dios ve, Dios escucha, Dios actúa. Ninguna lágrima queda ignorada, ningún hambre de verdad se queda sin respuesta. Las lágrimas derramadas en fidelidad a Dios serán semilla de una alegría que el mundo no puede dar.
“Dichosos serán cuando los insulten, los excluyan, los desprecien por causa del Hijo del Hombre.”
Aquí está lo que me encanta a mi: el cristiano auténtico no puede pretender ser del agrado del mundo. Si el mundo nos aplaude demasiado, si nuestra vida cristiana es cómoda, es probable que estemos diluyendo el evangelio hasta hacerlo irrelevante. Los profetas fueron perseguidos porque denunciaban la injusticia y señalaban el pecado. Los falsos profetas eran aplaudidos porque halagaban los oídos de todos.
Pregúntate: ¿Dónde me sitúo yo? ¿Soy de los que callan para no incomodar? ¿O estoy dispuesto a cargar con la cruz de ser rechazado por ser fiel a Cristo?
El mensaje de Jesús es una advertencia durísima: los ricos ya tienen su consuelo, los que se hartan conocerán el hambre, los que ahora ríen llorarán, y los que buscan el aplauso quedarán desnudos ante la verdad.
Esto no es poesía, es sentencia. El Señor no condena al rico por tener bienes, sino por vivir como si Dios no existiera, saciado de sí mismo, cerrado al dolor ajeno, anestesiado por la comodidad.
La risa superficial, la abundancia egoísta, el prestigio social… son humo. Y Jesús nos lo dice sin suavizar el golpe: si tu felicidad depende de esas cosas, tu destino es la ruina.
Hoy el evangelio nos hace las grandes preguntas:
- ¿Qué prefiero: la gloria pasajera de este mundo o la gloria eterna de Dios?
- ¿Me contento con una felicidad barata y superficial, o me arriesgo a la bienaventuranza verdadera que pasa por la cruz?
Jesús no nos deja jugar al cristianismo tibio. No hay neutralidad. O abrazamos la lógica del Reino, o seguimos esclavos de la lógica del mundo.
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