Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 27-38

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.

Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman sólo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de
extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.

Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.

No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos’’.

🕊️ Mi reflexión:

El Evangelio de hoy es uno de los más desafiantes de Jesús, y también uno de los más difíciles de poner en práctica. Nos invita a vivir un amor que no se limita a la comodidad ni a la reciprocidad, sino un amor que nace de la esencia misma de Dios: un amor que se da sin esperar nada a cambio, absolutamente nada… que busca el bien incluso en aquellos que nos dañan, que transforma al que ama y al amado.

Cuando Jesús dice: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”, no nos habla de un mero acto de cortesía o de tolerancia superficial. Nos está llamando a una revolución interior: a romper la lógica de la justicia humana y entrar en la lógica del Reino de Dios. Esta es la lógica del amor que no calcula, que no guarda cuentas, que se entrega generosamente. Aquí no hay lugar para la mediocridad moral: amar solo a quienes nos aman, o hacer el bien esperando recompensa, es lo que los Evangelios llaman “lo ordinario”, incluso lo hacen los pecadores. Jesús nos invita a ir más allá, a vivir lo extraordinario: amar sin medida.

Amar a los enemigos y perdonar a quienes nos han herido no es un acto pasivo, ni un sometimiento al mal. Es un acto de liberación. Cada vez que decidimos bendecir en lugar de maldecir, perdonar en lugar de juzgar, dejamos de ser prisioneros de nuestro propio resentimiento. La misericordia de Dios se convierte en nuestra fuerza, y en ese momento, la verdadera justicia deja de ser nuestra preocupación y pasa a ser la de Él.

Jesús nos da un camino concreto para practicar este amor: no resistirse al mal con mal, no devolver golpe por golpe, no reclamar lo que nos han quitado. Es un camino que exige confianza plena en Dios, porque renunciar a nuestra reacción natural parece, a veces, un riesgo demasiado grande. Pero es justamente ahí donde encontramos la libertad: en la entrega consciente de nuestro derecho a venganza, en la elección de la generosidad incluso frente a la ingratitud.

El Evangelio termina con una promesa hermosa y desafiante: “Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante”. Esta no es una recompensa material, sino una transformación profunda: la medida que damos al mundo —con amor, misericordia y generosidad— es la medida que llena nuestro propio corazón. Cada gesto de bondad desinteresada, cada perdón otorgado, cada oración por quien nos ha hecho daño, se convierte en un reflejo del corazón de Dios dentro de nosotros.

Ser misericordioso como el Padre es más que un mandamiento; es una invitación a encarnar la divinidad en nuestra vida diaria. Es una llamada a vivir desde la abundancia del amor de Dios, y no desde la escasez del miedo, el resentimiento o el juicio. Cada acción de amor genuino tiene un poder silencioso pero profundo: transforma nuestra manera de ver la vida, moldea nuestro carácter y, a través de nosotros, toca el corazón de los demás.

Hoy, podemos preguntarnos: ¿en qué áreas de mi vida necesito practicar este amor extraordinario? ¿Dónde guardo rencor, juicio o resentimiento? ¿Qué personas me resultan difíciles de amar y cómo puedo, con la ayuda de Dios, ofrecerles bondad, bendición y oración?

Vivir este Evangelio es comenzar cada día con una decisión: medir nuestra vida con la generosidad, no con la justicia humana; dar sin esperar; perdonar sin condiciones; amar incluso cuando parece imposible. No es fácil, lo sé, pero es posible si dejamos que la misericordia de Dios sea nuestra fuerza y nuestra guía.

Jesús nos enseña que el amor que se da sin esperar nada a cambio no solo transforma al mundo, sino que nos transforma a nosotros mismos: nos acerca al corazón del Padre, nos hace verdaderamente hijos e hijas de Dios y nos convierte en luz en medio de la oscuridad.


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