En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él”.

🕊️ Mi reflexión
Hoy he madrugado y al leer este Evangelio, he sentido que Jesús me habla al corazón con una ternura inmensa. Me recuerda que no estoy aquí por casualidad, que no soy un accidente de la vida ni un olvido en medio del mundo, sino alguien profundamente amado. ”Tanto amó Dios al mundo…”—ese “mundo” me incluye a mí, con mis fragilidades, mis luchas y mis contradicciones. Y al mismo tiempo, me sobrecoge pensar que ese amor no se expresó en palabras vacías, sino en un acto radical: el Padre entregó a su Hijo por mí.
Cuando contemplo la cruz, ya no la veo como un símbolo de condena, sino como el lugar donde el amor de Dios se desbordó. Jesús fue levantado, como la serpiente en el desierto, para que mis miradas cansadas y mis heridas tuvieran un punto seguro hacia dónde volverse. Ahí, en ese madero, encuentro sanación, encuentro perdón, encuentro vida. Si me atrevo a creer, aunque mi fe a veces sea pequeña, ahí descubro la promesa: vida eterna, una vida que empieza ya, en este instante, cada vez que dejo que su amor transforme mi manera de vivir.
Este Evangelio me invita a dejar atrás la idea de un Dios que vigila para castigarme. Hoy recuerdo que Él no vino a condenarme, sino a salvarme. Vino a rescatarme de mis propias sombras, de mis culpas, de mi tendencia a alejarme. No me pide perfección, sino fe. No me exige logros, sino un corazón que se deje amar y sanar.
Al dejar que estas palabras se hundan en mí, percibo que todo cambia: mi forma de ver la cruz, mi forma de ver mi historia, incluso mi forma de ver a los demás. Porque si Dios ama tanto al mundo, también ama a cada persona que me rodea, incluso a quienes me cuesta aceptar. Y esa certeza me llama a amar de manera más real, más generosa, más libre.
Hoy quiero vivir desde esa certeza: soy amado, salvado y llamado a ser portador de este mismo amor. No necesito cargar con miedos ni con condenas, porque Cristo ya lo llevó todo en la cruz. Lo único que me pide es creer y dejarme transformar.
Que mi vida, entonces, sea un reflejo de esta verdad tan hermosa: Dios no me condena, Dios me ama; Dios no me señala, Dios me levanta; Dios no me abandona, Dios me salva.
—José Manuel
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