Lectura del santo Evangelio según san Lucas 7, 11-17

En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Acercándose al ataúd, lo tocó, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces Jesús dijo: “Joven, yo te lo mando: Levántate”. Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”.

La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.

🕊️ Mi reflexión

El Evangelio de Naím es uno de los más hermosos retratos del corazón de Jesús. No se trata solo de un milagro extraordinario, sino de una revelación de quién es Dios y de cómo mira nuestras vidas.

Jesús se encuentra con una mujer marcada por el dolor: ha perdido a su esposo y ahora pierde también a su único hijo. Ella representa a la humanidad entera: frágil, herida, sola, golpeada por pérdidas que parecen insuperables. Jesús no pasa de largo, no se limita a observar, no espera una súplica. Simplemente, su corazón se conmueve. Se compadece, se acerca, se detiene.

Ese es el Dios que tenemos: un Dios que se deja tocar por nuestras lágrimas, aunque muchas veces hayamos fallado, aunque carguemos culpas, aunque pensemos que no merecemos su ternura. Su amor no se basa en nuestros méritos, sino en su compasión. Jesús no miró los pecados de aquella madre ni los de aquel joven, miró su dolor. Y en su amor infinito, lo transformó en vida.

La frase de Jesús es: ”No llores”. No es una prohibición, sino un consuelo profundo. Nos lo dice a cada uno de nosotros cuando estamos hundidos, cuando sentimos que hemos perdido lo más valioso, cuando creemos que ya no hay salida. Nos lo dice incluso cuando nosotros mismos hemos provocado parte de nuestro dolor, cuando nuestros pecados nos pesan. Su amor es más fuerte que nuestras caídas.

El milagro de Naím va más allá de devolverle la vida a un joven. Es el gesto de un Dios que quiere devolvernos la esperanza, que quiere “resucitar” lo que en nosotros parece muerto: la fe, la alegría, los sueños, el amor verdadero. Jesús nos muestra que no hay entierro definitivo cuando Él está cerca. Donde nosotros vemos un final, Él abre un comienzo.

Y lo más hermoso es que después de resucitar al joven, el Evangelio dice: “Jesús se lo entregó a su madre”. Ese detalle sencillo nos habla de un amor que no solo es poderoso, sino también tierno. Jesús no hace milagros para lucirse, los hace para sanar corazones, para reconstruir vidas, para devolver abrazos perdidos.

Este pasaje nos recuerda que Cristo siempre se acerca a nuestras procesiones de dolor. Aunque nos sintamos indignos, aunque hayamos ofendido a Dios, aunque nos escondamos por vergüenza, Él no se cansa de buscarnos, detenerse a nuestro lado y pronunciar palabras de vida.

Si hoy nos sentimos cansados, frágiles o hundidos, recordemos: Jesús sigue caminando nuestras calles, sigue mirando con compasión, sigue tocando nuestros ataúdes —esas partes muertas de nuestra vida— y sigue diciendo: “Levántate”.

Su amor no nos abandona, incluso cuando hemos fallado. Al contrario, es precisamente en nuestras caídas donde más se revela su ternura. Porque lo que Jesús nos entrega no es solo vida, sino la certeza de que somos amados con un amor que nunca se rinde. Ese es su amor.


Descubre más desde

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio

Descubre más desde

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo