En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: “Nadie enciende una vela y la tapa con alguna vasija o la esconde debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que los que entren puedan ver la luz. Porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público.
Fíjense, pues, si están entendiendo bien, porque al que tiene se le dará más; pero al que no tiene se le quitará aun aquello que cree tener”.

🕊️ Mi reflexión
Hoy, Jesús, me hablas de la luz. Y al escucharte siento que me miras con ternura y con verdad. Tú sabes que en mí hay una lámpara encendida desde el día en que me llamaste a la vida, desde el día en que tu Espíritu se posó sobre mí. Esa llama es tuya, y aun así me la has confiado como un tesoro.
Pero me preguntas: ¿qué hago con esa luz? Y tengo que reconocerlo, Señor: demasiadas veces la escondo. La tapo con mis miedos, con mis silencios que no nacen de la prudencia sino del temor; con mis excusas de “no tengo tiempo”, “no sé lo suficiente”, “¿qué van a pensar de mí?”. La escondo cuando me dejo llevar por la pereza espiritual, cuando prefiero la comodidad antes que el compromiso, cuando me acomodo a la oscuridad del mundo para no parecer distinto.
Y sin embargo, Tú me recuerdas hoy que la luz no es para esconderse. La luz está hecha para brillar. No me diste tu Palabra para guardarla bajo llave, ni tu amor para que se quede atrapado en mi corazón. Me lo diste para compartirlo, para iluminar la vida de los que me rodean.
Tus palabras me inquietan y me liberan al mismo tiempo: “Nada hay oculto que no llegue a descubrirse”. Todo lo que yo intente callar, todo lo que esconda de mi propia historia, tarde o temprano saldrá a la luz. Y ahí comprendo que no me llamas a vivir disfrazado, sino en autenticidad. Tú no quieres que yo viva ocultando mis heridas, mis pecados, mis dudas, como si eso me hiciera indigno. Al contrario: quieres que los ponga en tu luz para que sean sanados, para que se transformen en testimonio de tu misericordia.
Hoy entiendo que la luz que has puesto en mí no es solo para alumbrar a otros, sino también para iluminar mis propias sombras. Porque muchas veces me cuesta ver con claridad: me pierdo en mis juicios, en mis exigencias, en mis autoengaños. Pero si me dejo iluminar por Ti, entonces la verdad se abre paso, y esa verdad me hace libre.
“Al que tiene, se le dará más.” Lo escucho como una invitación, no como una amenaza. Si tengo tu luz y la comparto, crecerá en mí la fe, la esperanza, el amor. Pero si cierro mi corazón y me aferro a la oscuridad, si me quedo con los brazos cruzados, terminaré perdiendo incluso lo poco que creo tener. No quiero vivir con las manos vacías, Señor.
Por eso hoy te digo: enséñame a poner mi lámpara en lo alto. Que mi vida sea un candelero sencillo donde tu luz pueda brillar sin estorbos. Que mis palabras transmitan aliento, que mis gestos sean signo de tu cercanía, que incluso mis silencios dejen espacio a tu presencia. Quiero que quienes se crucen conmigo no se fijen en mí, sino en la claridad que Tú das.
Y cuando llegue la noche de la prueba, cuando sienta que la llama se debilita, recuérdame que no estoy solo. Tú eres la fuente, Tú eres la luz verdadera. Yo solo soy un reflejo, una vasija frágil que guarda tu tesoro.
Hoy renuevo mi deseo de no esconder más tu luz, Señor. Quiero que arda, que ilumine, que se expanda. Quiero ser lámpara encendida en medio de la oscuridad del mundo. Y aunque me cueste, aunque tropiece, aunque a veces la apague con mis miedos, confío en que Tú siempre volverás a encenderme con tu Espíritu.
Amén.
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