Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar solitario para orar, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestaron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los antiguos profetas, que ha resucitado”.
Él les dijo: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Respondió Pedro: “El Mesías de Dios”. Entonces Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie.
Después les dijo: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”.

🕊️ Mi reflexión:
El pasaje de hoy nos lleva a un momento muy íntimo de Jesús con sus discípulos. No está en medio de multitudes, ni realizando milagros, sino en oración, en silencio, en diálogo con el Padre. Es en ese ambiente donde Jesús lanza dos preguntas que resuenan hasta hoy: “¿Quién dice la gente que soy yo?” y luego “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”.
La primera pregunta es más superficial: lo que la gente comenta, lo que se escucha en las plazas, las comparaciones con profetas pasados. La respuesta de los discípulos refleja esa diversidad de opiniones. Pero lo esencial viene después: Jesús quiere saber qué hay en el corazón de quienes lo siguen de cerca, de los que conviven con Él, de los que han visto sus gestos de amor y escuchado su palabra.
Pedro, iluminado por el Espíritu, proclama: “Tú eres el Mesías de Dios”. Es la confesión de fe que constituye el fundamento de la Iglesia. Reconocer a Jesús como el Mesías es más que darle un título; es descubrir que en Él se cumplen las promesas de Dios, que en Él está la salvación y la vida nueva.
Sin embargo, Jesús sorprende. En lugar de celebrar esa confesión, les ordena guardar silencio y enseguida anuncia lo que vendrá: el rechazo, el sufrimiento, la cruz. Con esto, Jesús enseña que su mesianismo no es de gloria terrena ni de poder humano, sino de entrega total, de amor que se dona hasta el extremo. Él es el Mesías crucificado, y solo desde ahí se entiende la resurrección.
Este evangelio nos invita a hacer un examen personal. Jesús hoy también nos pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. No basta repetir lo que dicen los libros, los catequistas o el sacerdote. La respuesta debe brotar de nuestra experiencia, de lo que Jesús ha significado en nuestra historia: ¿es para mí solo un personaje admirable, un sabio, un profeta… o verdaderamente el Hijo de Dios, mi Salvador, mi amigo, mi fuerza en los momentos de prueba?
Aceptar a Jesús como Mesías implica asumir su camino, que no siempre es fácil. Significa comprender que la fe no nos libra del sufrimiento, sino que le da un sentido nuevo. Significa aprender a reconocerlo en la cruz de cada día, en los rechazos, en las incomprensiones, en las renuncias por amor. Y también significa vivir con esperanza, porque después de la cruz siempre viene la vida, la resurrección, la victoria del amor de Dios.
Que hoy podamos responderle con sinceridad desde el corazón: “Jesús, tú eres mi Señor, mi Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y que nuestra vida, más que nuestras palabras, sea el verdadero testimonio de esa fe.
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