Evangelio según san Juan (17, 20-26)

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró diciendo:

“No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo conozca que tú me enviaste y que los amaste a ellos como me amaste a mí.

Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, la que me diste porque me amaste desde antes de la creación del mundo.

Padre justo, el mundo no te ha conocido; pero yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer tu nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo en ellos».

Palabra del Señor.

Gloria a ti, Señor Jesús.

❤️‍🔥 Reflexión:

Unidad que nace del fuego del Amor

Este Evangelio es un clamor del Corazón de Cristo, no solo por sus discípulos, sino por toda la humanidad creyente: por los que han creído, por los que creerán, por los que hoy siguen intentando amar en medio de un mundo herido por el individualismo, el egoísmo y la fragmentación.

Jesús no pide éxito, no pide poder, no pide que sus seguidores sean los mejores…

Pide unidad. Una unidad que no nace del acuerdo superficial, ni del esfuerzo humano, ni de estructuras visibles. Jesús pide una unidad radical:

“Como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que también ellos estén en nosotros.”

Es decir, una unidad enraizada en Dios, tejida desde el Espíritu, modelada por el Amor Trinitario. Solo desde esta comunión interior es posible resistir la tormenta del mundo. Solo desde ahí el cristiano se convierte en signo profético, en presencia viva del Reino, en luz verdadera en medio de la noche.

Pero esta unidad no es cómoda.

Es exigente. Es fuego.

Implica morir al orgullo, al juicio, a los prejuicios, a la necesidad de tener razón.

Implica mirar al otro como Dios lo mira.

Implica no rechazar al herido, no condenar al que está lejos, no aislarse en trincheras espirituales.

La unidad que Jesús pide rompe barreras, sana heridas antiguas, y testimonia al mundo que el Amor existe. Un amor que no es ideología, ni teoría, ni emoción pasajera, sino presencia viva del Dios que se hizo carne.

“Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno…”

La gloria de Dios no es espectáculo, es entrega hasta la cruz.

No es brillo superficial, es amor que permanece cuando todo se rompe.

Esa gloria ha sido dada a la Iglesia, no para que se ensalce, sino para que arda.

Para que sea luz que arde y no se consume.

Para que la unidad no sea solo un ideal, sino una llama que atraviesa las divisiones de raza, de historia, de heridas, de pasado.

Hoy la oración de Jesús resuena como llamada urgente.

El mundo está cansado de palabras vacías y doctrinas sin vida.

Pero cuando ve a una comunidad que se ama de verdad, que vive unida sin forzar, que camina en la verdad y en el amor… entonces el mundo cree.

Entonces, el testimonio es creíble.

Entonces, Cristo es visible.


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