Evangelio según San Mateo 13, 24-30

“Jesús les propuso otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras sus hombres dormían, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó el trigo y echó espiga, apareció también la cizaña. Los servidores del dueño fueron a decirle: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde viene, pues, la cizaña?” Él les respondió: “Es un enemigo quien ha hecho esto”. Los servidores le preguntaron: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?” Él les dijo: “No, no sea que, al arrancar la cizaña, arranquéis también el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la cosecha; y en el tiempo de la cosecha diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla, y el trigo guardadlo en mi granero.”»

🕊️ Mi reflexión:

Hoy, al escuchar estas palabras de Jesús sobre el trigo y la cizaña, siento cómo me llega al corazón. No es solo una historia que leo, sino una verdad que me abre los ojos, viendo aspectos de la vida y de mi propio corazón que a menudo prefiero ignorar.

Este campo, donde la buena semilla y la cizaña crecen juntas, ¡cuántas veces lo he visto reflejado en el mundo que me rodea! Y, con una humildad que a veces duele, también lo reconozco dentro de mí. El sembrador, en su generosidad, esparció buena semilla, esa esencia de bondad, de luz, de amor, con la que fuimos creados. Lo veo en los actos de compasión que me inspiran, en la belleza que encuentro en la naturaleza, en la fuerza del amor incondicional.

Pero luego, está la cizaña. Y la frase “mientras sus hombres dormían” me golpea con una verdad dura. ¿Cuántas veces, por descuido, por indiferencia, por cansancio, por simplemente “dormirme” en la vigilancia de mi propia alma, he permitido que el enemigo siembre su veneno? 

Esa cizaña que se parece tanto al trigo, que crece disimuladamente a su lado. Son esas pequeñas envidias, esos juicios silenciosos, esas quejas que se instalan sin permiso, ese orgullo que se disfraza de autoestima. Me doy cuenta de cómo se camuflan, haciendo que sea tan difícil distinguirlas a simple vista, incluso en mi propia vida.

La tentación, la primera reacción, es arrancar. “Señor, ¿quieres que vayamos a arrancarla?” ¡Cuántas veces he sentido ese impulso irresistible de arrancar lo que considero malo, equivocado, o dañino, tanto en los demás como en mí mismo! Esa impaciencia por purificar, por limpiar, por tener todo en perfecto orden. 

Es una reacción humana, comprensible. Pero la respuesta del Dueño es una lección de sabiduría y paciencia divinas: “No, no sea que, al arrancar la cizaña, arranquéis también el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la cosecha.”

Y aquí es donde la revelación se vuelve profunda. Esta parábola me invita a la humildad de reconocer que no siempre puedo ni debo juzgar con mis propios criterios. Me enseña la paciencia para convivir con las imperfecciones, tanto ajenas como propias, confiando en que hay un tiempo para todo, y que la separación final pertenece a un juicio mucho más elevado y perfecto que el mío.

Me invita a la misericordia, a mirar con ojos compasivos la complejidad del corazón humano, donde lo luminoso y lo oscuro coexisten. Me recuerda que mi tarea no es ser el juez, sino el cultivador. Mi labor es seguir sembrando la buena semilla cada día, en cada acción, en cada palabra, en cada pensamiento. Es regar el trigo con amor, con verdad, con perdón, confiando en que su fuerza vital prevalecerá.

Esta parábola me libera de la carga de querer controlar lo incontrolable, de la ansiedad por la perfección inmediata. Me invita a depositar mi confianza en el sembrador divino, que conoce la naturaleza de cada semilla y el tiempo perfecto para la siega. Me enseña a esperar con esperanza, sabiendo que al final, la verdad, el bien, y el amor, que son el trigo guardado en el granero, serán los que prevalezcan y brillen en su plenitud.

Espero que esta reflexión te toque el corazón de la misma manera que a mí.


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