Evangelio según San Juan 10, 27-30

27 Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.
28 Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano.
29 Mi Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
30 El Padre y yo somos uno.

Palabra del Señor
Gloria a ti Señor Jesús

❤️ Mi Reflexión:

la hoy con ternura, con claridad, y con autoridad. En solo cuatro versículos nos resume la esencia de la vida cristiana: una relación de confianza, intimidad y fidelidad con Él. Tres verbos marcan el camino de quien quiere vivir como discípulo: escuchar, conocer y seguir.

Escuchar:
“Mis ovejas escuchan mi voz…”
No dice simplemente que oyen, sino que escuchan. Escuchar es poner el corazón en lo que se oye. No es ruido, no es distracción: es atención amorosa.
¿Y cómo habla Jesús? En su Palabra, en la oración, en los acontecimientos, en el prójimo.
¿Cómo sabremos que es Su voz? Porque trae paz, no confusión. Verdad, no engaño. Libertad, no esclavitud.

¿Estoy dedicando tiempo a escuchar a Jesús cada día? ¿O solo le hablo sin dejar que me hable?

Conocer:
“Yo las conozco…”
Jesús no dice “sé quiénes son” como alguien que reconoce una cara en la calle. Dice “yo las conozco” en el sentido bíblico: un conocimiento íntimo, afectivo, personal.
Él me conoce mejor que a mi mismo. Conoce mid luchas, mis heridas, mi historia, mid sueños.
No tengo que fingir delante de Él. No tengo que ser perfecto. Solo fiel. Solo verdadero.

¿Me dejo conocer por Cristo? ¿O le escondo partes de mí por vergüenza o desconfianza?

Seguir:
“Y ellas me siguen…”
No basta con escuchar y ser conocido. El amor se demuestra en el seguimiento.
Seguir a Cristo implica caminar tras sus huellas, cargar la cruz, renunciar a lo fácil si es necesario.
Pero también significa que no estamos solos. Seguimos a un Buen Pastor que va delante, que da la vida por nosotros, que nos conduce a la vida eterna.

¿A quién sigo en realidad en mi vida diaria? ¿Al mundo, a mis miedos… o a Cristo?

Jesús me promete que, si escucho su voz, me dejo conocer por Él y le sigo, nadie podrá separarme de Él.
Ni el pecado, ni el pasado, ni el dolor, ni el miedo.
Ni siquiera la muerte.
Porque yo estoy en sus manos… y las manos del Padre son las mismas. “El Padre y yo somos uno.”

José Manuel • 11/6/25


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