Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo

1 Timoteo 6, 2-12

Querido hermano: Lo que te he dicho anteriormente, es lo que debes enseñar e inculcar. Porque, quien enseña doctrinas diferentes y no se atiene a las palabras de salvación de Jesucristo, nuestro Señor, y a lo que enseña la religión verdadera, es un orgulloso e ignorante, obsesionado por las discusiones y los juegos de palabras. Y lo único que nace de todo ello, son envidias, pleitos e insultos, sospechas perjudiciales y continuos altercados, propios de hombres de mente depravada, privados de la verdad y que consideran que la religión es un negocio.

Ciertamente la religión es el gran negocio, pero sólo para aquel que se conforma con lo que tiene, pues nada hemos traído a este mundo y nada podremos llevarnos de él. Por eso, teniendo con qué alimentarnos y con qué vestirnos nos damos por satisfechos.

Los que a toda costa quieren hacerse ricos, sucumben a la tentación, caen en las redes del demonio y en muchos afanes inútiles y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se han desviado de la fe y se han visto agobiados por muchas tribulaciones.

Tú, en cambio, como hombre de Dios, evita todo eso y lleva una vida de rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Lucha en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que has sido llamado y de la que hiciste tan admirable profesión ante numerosos testigos.

EVANGELIO DEL DÍA
Lectura del santo evangelio según san Lucas 8, 1-3

En aquel tiempo, Jesús comenzó a recorrer ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades. Entre ellas iban María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que los ayudaban con sus propios bienes.

🕊️ Mi reflexión

Hoy, de manera excepcional, no podemos separar el Evangelio de la lectura del día. Ambas se iluminan mutuamente y nos regalan una enseñanza que toca lo más hondo de nuestra vida.

San Pablo, en su carta a Timoteo, nos recuerda una verdad que suele incomodarnos, porque nos enfrenta a nuestra fragilidad y a la vanidad de tantos afanes: “nada hemos traído a este mundo y nada podremos llevarnos de él”. Esta frase, tan breve y tan contundente, tiene la fuerza de arrancarnos del espejismo en que a menudo vivimos. El corazón humano tiende a acumular, a buscar seguridad en lo material, a creer que el éxito o la abundancia nos garantizan felicidad. Y sin embargo, todo eso se deshace con el tiempo: lo que hoy poseemos, mañana lo perderemos; lo que ahora nos da prestigio, mañana será polvo.

Pablo no condena los bienes materiales en sí mismos, sino el apego desordenado a ellos, el dejar que se conviertan en el centro de nuestra vida. Ese afán de riqueza —dice él— es raíz de muchos males, porque esclaviza el corazón y nos aleja de la verdadera libertad. Frente a esto, el apóstol propone un camino muy distinto: la rectitud, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Es decir, no una vida centrada en tener, sino en ser; no una vida de acumulación, sino de entrega.

Y precisamente ahí, el Evangelio de Lucas nos ofrece un rostro concreto de cómo se vive esa libertad: Jesús camina anunciando el Reino, acompañado no solo por los Doce, sino también por un grupo de mujeres: María Magdalena, Juana, Susana y muchas otras. Ellas habían sido sanadas, liberadas, y en gratitud entregan lo que son y lo que tienen para sostener la misión. No acumulan, sino que comparten. No viven centradas en sí mismas, sino volcadas en el Reino.

Qué hermoso detalle nos ofrece hoy la Palabra: aquellas mujeres no aparecen como espectadoras pasivas, sino como discípulas comprometidas, como colaboradoras activas. Su nombre, sus rostros, sus historias personales nos recuerdan que la misión de Jesús no se sostiene por el poder, ni por la fuerza, ni por la riqueza acumulada, sino por corazones agradecidos que hacen de su vida un don. Ellas, con su generosidad, encarnan lo que Pablo nos exhorta a vivir: que la verdadera riqueza no está en poseer, sino en dar.

Hoy, entonces, se cruzan dos mensajes poderosos:
1. Nada nos llevamos: por eso, no tiene sentido vivir obsesionados con lo que pasa y se pierde. La vida plena no depende de lo que tenemos, sino de lo que entregamos.
2. Todos somos llamados: Jesús rompe las barreras de su tiempo y muestra que hombres y mujeres, cada uno desde su propia realidad, están invitados a seguirle y a colaborar en la construcción del Reino.

Querido hermano, querida hermana, ¿qué sentido tiene aferrarnos a lo que no podremos conservar? La única herencia eterna que llevaremos con nosotros es el amor que dimos, la fe que profesamos, la vida que entregamos por Dios y por los demás. Es hora de mirar a nuestro alrededor y preguntarnos: ¿qué estoy acumulando?, ¿qué estoy reteniendo para mí solo?, ¿qué podría ofrecer al Señor para que su Reino se haga presente en el mundo?

Hoy, como esas mujeres del Evangelio, podemos poner a disposición de Jesús no solo nuestros bienes materiales, sino también nuestro tiempo, nuestras capacidades, nuestra escucha, nuestra ternura, nuestra disponibilidad. Cada gesto de amor, por pequeño que parezca, es una riqueza que no se pierde, que se convierte en tesoro eterno.

Y así, la Palabra nos invita a un cambio profundo: a vivir desprendidos, libres, generosos, sabiendo que nuestra vida encuentra su sentido no en lo que guardamos, sino en lo que regalamos. Al final de los días, no llevaremos títulos, dinero ni posesiones; solo llevaremos el amor con que hayamos amado, el bien que hayamos hecho, la fe con que hayamos caminado.

—José Manuel


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