En aquel tiempo, se presentó ante Jesús un doctor de la ley para ponerlo a prueba y le preguntó: “Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?” El doctor de la ley contestó: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús le dijo: “Has contestado bien; si haces eso, vivirás”.
El doctor de la ley, para justificarse, le preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús le dijo: “Un hombre que bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, los cuales lo robaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto. Sucedió que por el mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasó por ahí, lo vio y siguió adelante. Pero un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: ‘Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso’.
¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?” El doctor de la ley le respondió: “El que tuvo compasión de él”. Entonces Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo”.

🕊️ Mi reflexión
El Evangelio de hoy nos recuerda con una ternura profunda que el amor verdadero no se mide en palabras, sino en gestos concretos. Jesús, con la parábola del Buen Samaritano, rompe los límites que los hombres habían levantado entre “unos” y “otros”, entre “los de mi grupo” y “los de afuera”. Él nos enseña que el prójimo no es solo aquel que comparte mi sangre, mi fe o mis ideas, sino todo aquel que sufre y necesita de mi compasión.
El sacerdote y el levita —símbolos de la religiosidad vacía— vieron al herido, pero pasaron de largo. Tal vez tenían miedo, prisa o simplemente un corazón distraído. El samaritano, en cambio, se detuvo. Esa es la clave del amor cristiano: detenerse ante el dolor del otro, dejar que la compasión nos toque el alma y nos mueva a actuar.
El samaritano no preguntó quién era el herido, si lo merecía, si era de su pueblo o de otra fe. Solo vio un ser humano y lo amó con hechos: curó, cargó, cuidó y confió. Así actúa Dios con nosotros. Cuando estamos heridos por la vida, Él se inclina, nos venda con su misericordia, y nos lleva en brazos hacia un lugar seguro. En el Buen Samaritano descubrimos el rostro mismo de Cristo, que se hace nuestro prójimo para que aprendamos a ser prójimos de los demás.
Jesús concluye con una invitación poderosa y simple: “Anda y haz tú lo mismo.” No es un consejo; es una llamada a vivir la fe con el corazón abierto. Amar a Dios con todo el ser se hace real cuando amamos al hermano con compasión, sin condiciones.
Pidamos hoy al Señor un corazón que sepa detenerse, mirar y servir. Que cada persona que encontremos —especialmente las heridas, las olvidadas, las difíciles de amar— sea para nosotros un recordatorio de que en ellas habita Cristo. Y que, al final del camino, cuando preguntemos “¿qué debo hacer para tener la vida eterna?”, podamos escuchar en el alma esa misma voz de Jesús diciendo:
“Amaste como Yo te amé; entra en la vida que no se acaba.”
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