Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén. Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: “Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?”
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.

🕊️ Mi reflexión
El evangelista Lucas nos presenta a Jesús en un momento decisivo: “tomó la firme determinación de ir a Jerusalén”. Esa expresión no es un simple dato geográfico, sino un signo teológico. Jerusalén es la meta de su misión, el lugar donde se consumará su entrega total al Padre y a la humanidad en la cruz y en la resurrección. Jesús no va a Jerusalén por obligación ni por accidente: va por amor, porque sabe que allí se realiza el plan de salvación. Su firmeza es ejemplo para nosotros, que tantas veces dudamos, retrocedemos o buscamos caminos más fáciles cuando el Evangelio nos pide compromiso, sacrificio o perseverancia.
En el camino, Jesús experimenta rechazo. Los samaritanos, marcados por viejas rivalidades religiosas y culturales con los judíos, no quieren recibirlo porque se dirige a Jerusalén. Este rechazo nos recuerda que la misión del Señor no fue un camino de aplausos, sino de oposición y resistencia. Jesús, siendo el mismo Hijo de Dios, no fue recibido en todas partes. Esta es una enseñanza para nosotros: si a Él lo rechazaron, también nosotros podemos experimentar indiferencia, críticas o incluso hostilidad cuando tratamos de vivir y anunciar el Evangelio. El rechazo no significa fracaso, sino parte natural del camino cristiano.
La reacción de Santiago y Juan, los “hijos del trueno”, refleja el corazón humano que fácilmente se inclina hacia la violencia, la venganza o el deseo de castigar a quienes no piensan como nosotros. Ellos creen que están defendiendo a Jesús, pero en realidad aún no han entendido el espíritu del Reino. Su propuesta de “hacer bajar fuego del cielo” muestra la tentación de imponer la fe por la fuerza, de querer anular al otro en lugar de respetar su libertad. Pero Jesús los corrige con firmeza. Su misión no consiste en destruir, sino en salvar; no en condenar, sino en ofrecer misericordia. El Reino de Dios no se construye con fuego ni espada, sino con paciencia, mansedumbre y perseverancia en el amor.
Jesús enseña así un camino muy actual. En nuestro mundo, donde abundan la polarización, la intolerancia y los conflictos, este Evangelio nos invita a revisar nuestras reacciones frente al rechazo o la diferencia. ¿Respondo con ira, con resentimiento, con palabras duras? ¿O soy capaz de mantener la paz, de retirarme sin violencia, de seguir adelante sin perder la esperanza? El discípulo auténtico aprende de su Maestro a no dejarse dominar por la rabia ni por la frustración.
Finalmente, la actitud de Jesús al seguir hacia otra aldea es muy significativa. No se queda discutiendo, no insiste donde no es bienvenido, no obliga a nadie a aceptarlo. Simplemente continúa su camino, porque sabe que la misión es más grande que un rechazo momentáneo. También nosotros debemos aprender a no quedarnos estancados en la ofensa o en el dolor de la incomprensión. Si un corazón hoy no está preparado para recibir el mensaje, lo estará en otro momento, y Dios sabrá cuándo. Nuestra tarea es sembrar, no forzar la cosecha.
Este Evangelio nos invita, entonces, a caminar con determinación hacia la voluntad de Dios, a aceptar el rechazo sin resentimiento, a renunciar a la violencia como medio de respuesta, y a confiar en que el amor paciente y perseverante es el verdadero camino del Reino. Seguir a Jesús es caminar como Él: con firmeza en la misión y con mansedumbre en el corazón.
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