En aquel tiempo, el rey Herodes se enteró de todos los prodigios que Jesús hacía y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado; otros, que había regresado Elías, y otros, que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Pero Herodes decía: “A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién será, pues, éste del que oigo semejantes cosas?” Y tenía curiosidad de ver a Jesús.

🕊️ Mi reflexión
Herodes vive atrapado en su curiosidad, en su miedo, en su pecado. Sabe de los prodigios de Jesús, de su poder y su autoridad, pero todo lo que hace es mezclar temor con morbo: “Tengo que ver a este hombre, porque no sé si es Juan, si es Elías… o un profeta antiguo”. Herodes representa la lógica del mundo que siempre quiere experimentar a Dios bajo sus propias reglas, que quiere verlo en acción pero no está dispuesto a transformarse, que quiere sentirlo como espectáculo, pero no acogerlo como verdad que exige cambio.
El Evangelio nos envía hoy esta pregunta: ¿queremos a Jesús como Herodes, desde la curiosidad, desde el entretenimiento, desde la seguridad egoísta de nuestro poder? ¿O estamos dispuestos a mirarlo de frente, a dejarnos interpelar hasta que nos cambie, hasta que nos cuestione todo lo que creemos que controlamos?
Herodes vio milagros y señales, pero no vio la necesidad de conversión. Nos llama a reflexionar: no basta con conocer a Jesús de nombre o de historias; conocer a Jesús es encontrarse con Él y dejar que nos desestabilice, que nos cuestione nuestras seguridades, nuestras ambiciones, nuestras decisiones que hieren. Conocer a Jesús puede ser incómodo, incluso peligroso para nuestro ego, pero es el único camino que transforma radicalmente.
Hoy, el Evangelio nos desafía a salir de la curiosidad superficial y atrevernos a una mirada que nos despoje de nosotros mismos. Porque el riesgo de encontrarse de verdad con Jesús es dejar de ser quienes éramos para ser quienes Él nos llama a ser.
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